Publicado en Vida cotidiana

Molicie

Como dirían los hipsters, la molicie «es bien». Es un estado de blandura y abotargamiento que te pilla arrebujada en unas sábanas sobadas que llevan tanto tiempo tapándote que hasta te ha dejado marcas en la cara.

Cuando entreabres los ojillos, el reloj despertador te mira con números ingenuos desde la mesilla. «Son las once y cuarenta», dice. «Tú sabrás cómo has llegado a asobinarte tanto».

Supones que se deberá al trasnoche, o a tu naturaleza marmotil, pero todo eso te da un poco igual. Solo quieres seguir durmiendo. Tu cuerpo está anestesiado, sientes las piernas esponjosas como nubes de gominola y tu cerebro todavía está suspendido entre el sueño y la vigilia. 

Al final, si te arrastras fuera del cuadrilátero de Morfeo es porque la vejiga apremia, pero luego vuelves a él con un libro en la mano. ¡Qué mejor lugar para leer!

Así transcurren los minutos, hasta que pasado el mediodía te desplazas a una nueva superficie mullida: el sofá, de la que nadie te arrancará porque sobre tus piernas reposa una bandeja a modo de cinturón de seguridad. 

Para cuando llega la hora de comer, tú sigues con el té del desayuno (ya frío) en la mano, dos capítulos de «Monk» a las espaldas y sin hambre, pero con una sonrisa beatífica.

Hay sábados mañaneros que no hay mejor cosa que entregarse a la molicie moliciosa. 🙂

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