Como una ola…

Ser la última ola, esa que rompe en la orilla, no es moco de pavo. A aquellos que sacáis fotografías os parecerá muy bonito, claro, todo muy romántico y artístico.

Mentira cochina.

Es el trabajo más rutinario que existe, siempre igual. Sé que decís que os pasaríais la vida mirando al mar, ¿pero os pondríais en la piel de esa ola marina que rompe, y rompe, y vuelve a romper? ¿Sabéis lo que desgasta eso? Desgasta la arena, pero las cervicales también. 

Pero no, no sois conscientes, ni sabéis lo mal que las olas orilleras degustamos la arena así, a pelo, sin barquillo o patatas fritas como acompañamiento. A veces, además, sabe a pies de los paseos que os dais de un extremo a otro de la playa… A pies o a pis, que hay padres muy guarros que aprovechan para que sus niños nos infecten el mar con sus orines. 

Tampoco nos gustan los posados de las bodas. ¿Qué narices pinta la cola del vestido de las novias sobre la espuma? ¿Es que se creen sirenas? ¡Es una horterada! Para casos de este tipo, las olas nos venimos arriba y optamos por salpicar y empapar. Ya sé que dicho así parecemos muy inofensivas, pero a veces somos tan altas que podríamos causar el hundimiento de un barco, ¡que conste! 

Lo único que nos divierte es tomaros el pelo, humanoides. A nuestro lado no solo perdéis la noción del tiempo, sino también vuestros relojes, vuestras carteras y hasta vuestros móviles, esos con los que nos sacáis fotos acompañadas de reflexiones más profundas que el océano… ¡Nos llevamos de todo, panolis! A cambio, os devolvemos bolsas, algas y alguna que otra medusa.

Sé que si vas a la playa nos miraréis con renovado respeto. Hacéis bien. Si no, os volcaremos la colchoneta, la tabla o el paddle board. Estáis advertidos.