Las madres de Instagram me proporcionan un material de escritura valiosísimo. De hecho, esa red social no tiene precio para realizar estudios sociológicos en torno al ámbito familiar. Se le pueden sacar chispas.
El otro día ya hablé de ellas y de su afición a retransmitir las intimidades de sus vástagos. No es una actitud que apoye, aunque he de confesar que algunas lo hacen con un gracejo tal que te parece estar siguiendo una novela por entregas.
Luego están las otras, las superñoñas. Las que se definen a sí mismas como «Fulanita, amante de hacer punto, de las croquetas de la abuela y de Pituflú y Pituflá, mis queridos vastaguitos». O las que, directamente, se presentan sin nombre y escriben «Mamá de Gumersindo y Melquiades».
Con todo, las peores de la clasificación son las que rellenan así su perfil: «Mengana: Decoradora, blogger y mamá de dos niñas emperifolladas. Sobre todo, mamá». ¡Puaaaaaj!
Esa última frase me estomaga. Pertenece a las abanderadas del «mis hijos me hacen sentir completa»y del «no conocí la felicidad hasta que parí a Botijín, mi promogénito». A las amantes del intercambio de detalles sobre la lactancia y las citas con el pediatra. A las adoradoras del rey o la reina de la casa.
Para todas ellas, tengo una mala noticia. Ese bebé, ese niño, ese púber granujiento… Crece. Seguirán siendo sus madres, pero ese adulto hará su vida y ellas tendrán que cambiar de estado en Instagram (a no ser que quieran pasar al modo «sobre todo, abuela»).
Si en el futuro tengo hijos, es bastante probable que ande «babicaída» por la vida, que sean lo que más quiera de este mundo y que me desviva por que sean felices. Eso sí, espero que sepan que su «mamá» no es una prolongación de su cuerpo.
De hecho, la experiencia me ha demostrado que cuando más he aprendido de mi madre no ha sido cuando se ha volcado en que tengamos las necesidades cubiertas, sino cuando ha invertido tiempo en sí misma, con nombre propio, no solo mamá.