Hoy he pensado en la correspondencia. En lo que se escribía antes, y en la riqueza de sentimientos e impresiones que se transmitían. En la forma en que la gente trataba de plasmar sus sentimientos sobre el papel, en lo jugoso del contenido que sus familiares y amigos saboreaban después con delectación.
Y he sentido un poco de pena, porque la comunicación escrita actual no permite esa cercanía, esa tranquilidad a la hora de manifestar nuestro afecto por los demás, de conversar amarrados a nuestro bolígrafo.
Ahora, mediante los wasaps, el Facebook y el Twitter nos quedamos en lo superficial. Si acaso el correo electrónico podría llegar a suplir el desahogo verbal de la carta, pero en la práctica escribimos deprisa, llenamos la pantalla de exclamaciones y pasamos de un tema a otro de manera fragmentaria porque sentimos que el texto nos está quedando demasiado largo, que después va a ser «un plomo» para nuestro interlocutor.
De esta forma, solo nos queda juntarnos y charlar, pero no todo el mundo es igual de hábil en las distancias cortas, no es tan sencillo conversar sobre lo que pasa por nuestra cabeza sin sonrojarnos, sin ser interrumpidos por otra persona o sin ser arrastrados por la velocidad del intercambio de palabras.
Se está perdiendo la carta, y dan ganas de recuperarla, incluso con los más cercanos. De encontrarla agazapada en el buzón, a la espera de que extendamos la mano y la rescatemos del olvido.