Íbamos montados en el tren turístico que recorría la ciudad malagueña, y en la fila de delante una niña inglesa no dejaba de mirarme. Era apenas un bebé, no llegaría a los dos años, y tenía una barbilla diminuta y dos ojos azules que brillaban como burbujas gigantes en su rostro.
¿Qué es lo que hacía que mirara una y otra vez hacia atrás? ¿Quizá era mi gorro de paja, ese que, según mis cálculos, debía darme una apariencia distinguida, pero que, por lo que desvelaban algunas fotos, en ocasiones me hacía parecer un mariachi?
En una de las ocasiones en que la pillé fijando la vista en mí, le sonreí de vuelta, y entonces me puso una cara más furibunda que la de un león hambriento. Tenía fruncido todo: la barbilla, el ceño casi inapreciable, los ojos… Si hubiera estado al alcance de su mano, ¡tal vez me habría arreado un capón!
Decidí mantener la sonrisa, y se dio la vuelta, digna y compuesta. Pero a los dos segundos volvió, con la más angelical de las sonrisas, justo cuando yo tenía preparada mi cara de ñu.
Así transcurrió nuestro viaje, teatralizando la simpatía más empalagosa y la ira más peligrosa, y nos hicimos amigas sin palabras, al menos hasta que ella empezó a marearse y pasó a montar una plañidera opereta en el regazo de su madre.